jueves, abril 24, 2014

EL HOMBRE TRANQUILO de Carlos Zanón


Te pienso y te veo. Sábado por la tarde.
Ya sabes, todo eso.
Pienso en construir un mundo.
Un universo desastre.
Toda una noche mirando como respiras.
Descubriendo a qué saben tus labios,
de que estás hecha por dentro.
Un holocausto.
Una habitación vacía y bajo las almohadas, regalos
y tu mano entrando en mi pecho ,
arrancándome la electricidad, el relámpago
que apagó las luces de dos ciudades.
El viejo Dickens, con sus vahos helados
y sus niños huérfanos del eco que dejan los nombres
que solo se pueden pronunciar a solas,
antes de irse uno a dormir.
Letras, músicas y esta soledad nuestra de astronautas
que descubren que el universo entero,
los dioses crucificados, Mahler,
la arena de las playas y las ruedas de las motocicletas,
que, en definitiva, todo,
absolutamente todo fue hecho
para cruzar el Puente Veccio y que tú pasaras
y yo te viera y tú me vieras y yo llegara,
y construyéramos un mundo
cruel e inevitable,
hecho de dados con el número dos
rotos contra los acantilados de Moher
y viejas canciones de Chris Isaak.
Un mundo construido
con sábados sordos en teatros de cortinas rojas,
cimbreantes tras enanos bailarines
y un beso que por no tener mejor acomodo
debí abandonar en tu brazo, rojo y caliente,
como el planeta ése del que sospechan
que hubo agua y vida,
que debería llevar tu nombre, joder,
aunque no pueda pronunciarlo más que a solas
como se pronuncia el mar dentro de las caracolas
y las orejas de los niños.

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